“hablando entre vosotros con salmos, con himnos y cánticos espirituales, cantando y alabando al Señor en vuestros corazones;”
Ef. 5:19
Algo que va en los genes de la iglesia, es la adoración y la alabanza. Desde los cantos más primitivos de la historia del Pueblo de Dios; tan bellísimos, como por ejemplo el de cántico de Moisés y el subsiguiente baile después del cruce del Mar Rojo y destrucción del ejército (Ex. 15). Hasta el final, en el Apocalipsis, donde se desborda la alegría en la alabanza del Pueblo elegido ante la presencia del Divino Cordero. Este patrimonio se desarrolló, gracias a la fe, en la música en occidente. Esta ha tenido un desarrollo impresionante; siendo Bach, el máximo exponente, sin olvidar a Haydn, Mozart, etc, y tantos otros que se quedaron en el anonimato para el gran público. Tenemos tal cantidad de himnos y cánticos, que necesitaríamos un enorme espacio en alguna biblioteca, para guardar las partituras. Este deseo de adoración, se incrementó desde la Reforma: Lutero, el Conde Zinzendorf (más de ocho mil himnos), Juan Wesley (más de tres mil), Cabrera, solo son un ejemplo. Cantautores cristianos llenan nuestras iglesias, con una expresión cultural auténtica: latinoamericanos, africanos, asiáticos, árabes, gitanos, etc.
Por todo esto, es fácil entender, que el libro más extenso de la Biblia, sea el de los Salmos. Aunque no todos los salmos son de David, él es el más claro ejemplo de lo que un corazón cristiano, siente ante su Dios: alegría, temor, reverencia, admiración, gozo, agradecimiento, ternura, anhelo, tristeza, dulzura, amargura… nos cansaríamos en añadir calificativos, y aun así, no alcanzaríamos a describir todo lo que el libro de los Salmos expresa. Casi toda situación humana aparece en sus versos, y con ellas, su correspondiente consuelo, exhortación o acto de adoración. Por esto, es un buen ejercicio, leer un salmo al día. Saborearlo pacientemente, e integrarlo en nuestra propia experiencia; haciendo nuestros sus sentimientos. Cuanto más profundamente escudriñemos sus entrañas, más y más, nos acercaremos al mismo corazón de Dios, inspirador último del texto. Y cuanto más cercano andemos en sus pensamientos, más estos pensamientos nos controlaran, de forma, que poco a poco, lleguemos a tener su carácter. El carácter del mismo Jesús.
Pr. Luis Antonio de la Peña